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Observar la Gioconda de Da Vinci en el Museo del Louvre debe ser parecido a escuchar los grandes éxitos de tu grupo favorito o solicitar una fotografía a tu futbolista preferido. Hay un momento en que todos los presentes nos arremolinamos en la gran sala para presenciar algo que ya hemos visto reproducido cientos de veces. No es posible apreciar el detalle, ni sentir el rastro del autor sobre el cuadro. Ella mira al resto de los mortales convencida que nos superará a todos y que todo terminará por pasar.
En cualquier caso, estás ahí, rodeado de personas de otros países con tu móvil preparado para la fotografía. Estás ahí esperando tu turno e intentando dejar paso a los que ya han tenido sus segundos de gloria.
A mí, personalmente, este cuadro no me dice mucho o sencillamente no me dice nada. No he leído el Código Da Vinci y, por tanto, no llego a sentir una atracción hacia este cuadro que supere lo meramente artístico. Entre creer o no creer en secretos centenarios que se han transmitido de generación en generación por unos pocos privilegiados, y ante la ignorancia del resto del mundo, prefiero no creer.
La vida es complicada y el ser humano, la mayoría de las veces, tiene que estar preocupado por asuntos mayores, la supervivencia y cosas así. Tal es el caso de una de las últimas (creo) teorías sobre la pervivencia del Homo Sapiens sobre el Neanderthal: su capacidad de memoria y su mayor longevidad permitió que transmitiera de generación en generación asuntos como, por ejemplo, los lugares donde se podía encontrar agua cuando esta faltaba en épocas de sequía. Secretos de este tipo han permitido que ahora podamos entretenernos con otros supuestos secretos.
Pero quizás todo esto no tenga relación y no sea más que un delirio intelectual. Ella nos seguirá mirando desde el otro lado.
jdlc, 18 agosto 20165
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