Tumba de Julio Cortázar en Montparnasse
jdlc
Hemos comido en el Jardin des Tuileries mirando la gente pasar y los niños que juegan con las estatuas y en el pequeño estanque de agua. Me fijo en el muchacho que realiza posturas imposibles sobre la hierba y pienso que debe ser algún ejercicio o postura de yoga. También en los muchachos con el torso descubierto que toman el sol y las personas que están leyendo en los bancos de piedra. Nos ha gustado todo ese rollo de las sillas de hierro verdes, que después comprobaremos en otros jardines de París, pero no ha sido posible encontrar ninguna libre en la parte del jardín donde estamos. Podemos ver la noria pequeña y la feria y el movimiento de personas en esta hora de la comida, inverosímil por el calor en nuestra tierra de Murcia.
Hoy es el primer día de nuestro viaje a París y no tenemos nada previsto salvo caminar y esperar que la ciudad nos acoja o que salga a nuestro encuentro. Mañana empezaremos a visitar los museos, las iglesias, a poner sensaciones a todo eso que ya hemos visto en libros y revistas, a todo eso que hemos leído y que otros nos han contado. Pero hoy es el tiempo quien nos tiene a nosotros y terminamos, frente al Musee du Louvre, asomándonos al Sena.
Caminamos por el margen izquierdo en la dirección de las aguas y en el Pont Carrousel bajamos hasta la orilla y hacemos ese trayecto bajo los árboles, sintiendo la presencia milenaria del agua. Entonces llegamos al Pont des Arts y recordamos Rayuela y esa enigmática frase inicial, "¿Encontraría a la Maga?". Debieron ser aquellos tiempos muy diferentes a los de ahora. Los casi sesenta años habrán llenado estos lugares de turistas que apuran el segundo y la fotografía ansiando la eternidad, habrán llenado los lugares de una comercialidad artificiosa que elimina cualquier atisbo de naturalidad. Pero pensamos en Rayuela y la hipotética Maga asomada al río sobre el petril de hierro del puente. La Maga de ficción que tal vez recorrió estas mismas calles que ahora estamos recorriendo nosotros y sintió la presencia mágica de la ciudad.
Es entonces, cuando llegamos al Pont Neuf y ya podemos divisar la parte superior de las torres de Notre Dame, cuando tomamos el metro para adentrarnos en las profundidades y salir minutos después en el distrito de Montparnasse. Hay, en una esquina, una indicación del cementerio pero hay que intuir su presencia más adelante, cuando dejamos atrás las cafeterías con las mesas redondas y pequeñas y las sillas que miran hacia la calle como si miraran o esperaran una representación teatral. Entonces divisamos la pared cubierta de vegetación y uniforme a lo largo de cien o doscientos metros, como algo diferente entre los edificios que se suceden, monótonos, con la misma estructura y estilo. Es el cementerio de Montparnasse.
Hay en la entrada un tablón que muestra el plano del cementerio salpicado de círculos con números y en un lado la relación de cada número con las personas más o menos conocidas que hay enterradas. Buscamos el número de Julio Cortázar y podemos figurarnos en la distancia la posición aproximada. Nos percatamos que también está enterrado Jean Paul Sastre y está justo en la entrada del cementerio, apenas a diez o veinte metros de donde nos encontramos. Los visitantes han dejado sobre su lápida los billetes de metro y una piedra encima para evitar que el aire los aleje.
Caminamos en línea recta y en el centro vemos la plaza que distribuye el cementerio. La tumba está en la parte derecha. Al tiempo que avanzamos podemos sentir que tal vez no hemos medido bien las distancias. Dudamos si al andar y mirar las tumbas no habremos andado demasiado. Hay gente en la parte derecha, no mucha, dos o tres personas. Giramos también nosotros y nos adentramos entre el nudo de rectángulos de piedra. Entonces vemos el blanco, pero también la torre de Montparnasse, que sobresale sobre los árboles del cementerio, con sus oficinas y su cristal negro que refleja los rayos del sol. Pienso, en un instante, en el pico de la montaña del Valle de los Reyes de Egipto que he visto alguna vez en fotografías y en la analogía que hicieron los faraones con el pico de una pirámide para ser enterrados allí, sin necesidad de construir nuevas y costosas pirámides. Pero ahora no recuerdo porqué pienso eso cuando miro la torre de Montparnasse a lo lejos frente a la tumba de Julio Cortázar.
En la tumba no hay nada. En una placa de metacrilato se pide respeto por el lugar de descanso de los muertos. Está Julio Cortázar y Carol Dumlop, su última pareja. Pero también está Aurora Bermúdez, que falleció en 2014, y que acompañó a Cortázar en París durante los años de Rayuela. Nososotros abandonamos el cementerio pensando, como la Maga, en "pájaros pintos o en un dibujito que hacían dos moscas".
jdlc, 19 agosto 2016
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