martes, 19 de julio de 2016

Crónica 60


Habíamos visto en la guía de viaje esta pequeña etnoteca y pensaste que sería interesante volver cerca del Palacio Pitti. No nos habíamos percatado esa mañana porque justo mirábamos el Palacio, pero en ese momento un hombre ciego pasaba por la puerta y tocaba un timbre en su bastón y alguien había salido para ponerle una copa de vino sobre un tonel de madera. Cuando la encontraste por la tarde en la guía de viaje los dos pensamos en esa situación que las pocas horas habían relegado al olvido entre el arte y otra vez el arte, y que tal vez sería la misma etnoteca.

Recuerdo estar sentado y sentir a mis espaldas la mole de piedra frente a una copa de vino rosado de la Toscana, la conversación trascendente y tus ojos observándolo todo. Pedimos el vino rosado porque era el único que podíamos permitirnos. Tal vez no conservo fotografías de esas dos tardes porque no las necesitábamos. Pensé en la idea de felicidad que alguna vez Borges había mencionado de estar en el tiempo pero al mismo tiempo fuera del tiempo. Y no descubrirlo hasta unos días después. Quizás te dije que podría estar de espaladas a la fachada del Palacio Pitti porque, en cierto modo, podía imaginarlo y porque no terminaba de gustarme del todo. Esas cosas vacías que se dicen para parecer más interesante o impresionar o dejar que las palabras sean interpretadas por los silencios.

Pero recuerdo, sobre todo, al hombre de los sombreros luminosos que las dos tardes vi acercarse desde el Ponte Vecchio caminando sobre la baldosa. Apenas unos segundos desde que advertía su presencia hasta que pasaba justo frente a nosotros por la puerta de la etnoteca y entonces era su espalda la que quedaba mostrada y el sol del atardecer lo convertía en fuego y tiniebla. Recuerdo la mochila y los cachivaches de plástico que habrían rivalizado durante todo el día con el arte del Quattrocento. Recuerdo su cara y la mirada perdida y monótona, la ropa oscura y anacrónica y fuera de temporada, la sensación de extraño en un lugar donde todos éramos extraños, la piel quemada o maltrada por el sol, la mueca en los labios de satisfacción por estar quizás alguien esperándolo... la contradicción existencial entre él y nosotros...

He pensado muchas noches en el hombre de los sombreros luminosos. A veces he intentado escribir algo. Sigo pensando que hay un secreto en todo esto. Tal vez el secreto del mundo. Espero que el síndrome de Stendhal no me impida averiguarlo. 

jdlc, 19 julio 2016

 

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