Habíamos visto en la
guía de viaje esta pequeña etnoteca y pensaste que sería
interesante volver cerca del Palacio Pitti. No nos habíamos
percatado esa mañana porque justo mirábamos el Palacio, pero en ese
momento un hombre ciego pasaba por la puerta y tocaba un timbre en su
bastón y alguien había salido para ponerle una copa de vino sobre
un tonel de madera. Cuando la encontraste por la tarde en la guía de
viaje los dos pensamos en esa situación que las pocas horas habían
relegado al olvido entre el arte y otra vez el arte, y que tal vez
sería la misma etnoteca.
Recuerdo estar sentado y
sentir a mis espaldas la mole de piedra frente a una copa de vino
rosado de la Toscana, la conversación trascendente y tus ojos
observándolo todo. Pedimos el vino rosado porque era el único que
podíamos permitirnos. Tal vez no conservo fotografías de esas dos
tardes porque no las necesitábamos. Pensé en la idea de felicidad
que alguna vez Borges había mencionado de estar en el tiempo pero al
mismo tiempo fuera del tiempo. Y no descubrirlo hasta unos días
después. Quizás te dije que podría estar de espaladas a la fachada
del Palacio Pitti porque, en cierto modo, podía imaginarlo y porque
no terminaba de gustarme del todo. Esas cosas vacías que se dicen
para parecer más interesante o impresionar o dejar que las palabras sean interpretadas por los silencios.
Pero recuerdo, sobre
todo, al hombre de los sombreros luminosos que las dos tardes vi
acercarse desde el Ponte Vecchio caminando sobre la baldosa. Apenas
unos segundos desde que advertía su presencia hasta que pasaba justo
frente a nosotros por la puerta de la etnoteca y entonces era su
espalda la que quedaba mostrada y el sol del atardecer lo convertía
en fuego y tiniebla. Recuerdo la mochila y los cachivaches de
plástico que habrían rivalizado durante todo el día con el arte
del Quattrocento. Recuerdo
su cara y la mirada perdida y monótona, la ropa oscura y anacrónica
y fuera de temporada, la sensación de extraño en un lugar donde
todos éramos extraños, la piel quemada o maltrada por el sol, la
mueca en los labios de satisfacción por estar quizás alguien
esperándolo... la contradicción existencial entre él y nosotros...
He pensado muchas noches
en el hombre de los sombreros luminosos. A veces he intentado
escribir algo. Sigo pensando que hay un secreto en todo esto. Tal vez
el secreto del mundo. Espero que el síndrome de Stendhal no me
impida averiguarlo.
jdlc, 19 julio 2016